“De repente, después de la enorme tensión acumulada, sentí como si me proyectaran al firmamento, y continué subiendo y subiendo”; “Un estremecimiento, el tiempo parece detenerse”; “Son como palpitantes estallidos de energía que empiezan en la zona pélvica y luego me invaden todo el cuerpo”; “Regocijo, alegría alborozada, me inunda una enorme ola de felicidad y de sentimientos que pasan por mí como una exhalación”; “Es un repentino sentimiento de delirio, seguido por uno intenso de descanso y júbilo”… Son algunas de las descripciones que se han recogido en relación al orgasmo. Sin duda, resulta difícil encontrar las palabras.

Ciertas perspectivas definen al orgasmo como una vivencia espiritual. Y no es de extrañar: esos segundos de goce, caracterizados por la disolución de los límites del yo -y la unidad con el otro, “la petite morte”, dirían los franceses-  bien pueden ser evocar la fusión con lo Divino o Absoluto -de la cual existen notables testimonios- que acontece en las experiencias místicas, en la iluminación espiritual, en el éxtasis religioso que describen algunos santos o en el nirvana de los budistas. En el lenguaje tántrico, a esta disolución se la compara con la de las olas del mar que vuelven al océano. Así se entiende que a más de uno al momento del clímax se le escape un “¡Dios!”.

Otras miradas se oponen a estas interpretaciones, argumentando que así se sexualizan los fenómenos místicos, pertenecientes a otro orden.

Doctores de la Iglesia

Teresa de Ávila, también conocida como Teresa de Jesús, santa española del siglo XVI, describió en “Vida” una extasiada “visita angelical”, cuyas similitudes con una experiencia sexual son innegables: “En las manos (del ángel) vi una larga lanza dorada y que en el extremo parecía relucir una punta de fuego, con la que horadaba mi corazón y me penetraba hasta las entrañas. Al retirar su lanza, sentí que me quitaba las entrañas y me dejaba encendida con el gran amor de Dios. El dolor era tan agudo que me hacía gemir; tanta dulzura ejercía en mí que no quería que terminara”.

Algo parecido ocurre con el “Cantico espiritual” de San Juan de la Cruz: “Gocémonos, Amado,/ y vámonos a ver en tu hermosura/ al monte y al collado,/ do mana el agua pura;/ entremos más adentro en la espesura. […] Allí me mostrarías/ aquello que mi alma pretendía,/ y luego me darías/ allí tú, vida mía,/ aquello que me diste el otro día.”